15.1.16

SACRIFICIO / ALBERTO R. TORICES

Quiso gritar, maldecir o insultar, delatar. Quiso llamar a los mayores, salir a la calle y despertar a todo el vecindario, como si se estuviera quemando la casa. Sólo llegó a despegar un poco los labios. Salió de la cama para encarar mejor la magnitud de aquel horror. Miró la manta apartada y las sábanas en desorden pero sin arrugas, sin tiempo para que quedaran arrugas en ellas; miró hacia la ventana, hacia donde estaba la otra ventana, la de Diana, aunque la persiana le impedía verla. Se preguntó si soñaba, si también soñaba que había despertado en medio de la noche y su hermano no estaba en su cama, y que sentía tal furia que de pronto se abalanzaba sobre la cama vacía y comenzaba a descargar golpes en el colchón, en la almohada, como un loco. 
Sueño o vigilia, qué podía hacer ahora… ¿Salir en su busca, chivarse a su madre? Agotado tras forcejear con la nada, tras vapulear al que no estaba donde tenía que estar, el chico se limpió las lágrimas y los mocos con la manga del pijama y se tiró en su cama, desesperado. Le dolía la cabeza, ahora sí, enloquecedoramente. Sacó el almohadón y lo enrolló en torno a su cabeza, apretando el nudo hasta hacerse daño. Se alegraba de que le doliera la cabeza: garantía casi segura de que no pegaría ojo. No iba a salir en busca de Julio, no se pondría en ridículo otra vez; tampoco despertaría a nadie: no iba a darle a su hermano el gusto de llamarle chivato. En ese momento, además, ya no habría nada que evitar, la traición habría sido consumada. El chico se entregó a pensamientos y fantasías que abarcaban un amplio espectro, desde lo místico a lo criminal, pasando por todo el vasto rango de la sensualidad. Se veía ardiendo en una hoguera, solemne, digno, sin inmutarse; o apuñalado por la espalda, acariciando el filo que lo atravesaba; pero también se le ofrecían papeles de verdugo, de justiciero, y barajaba las armas que mejor se prestarían a ello: la espada, el rifle de precisión, el lanzallamas… Deliraba y encontraba consuelo en ello. Y algo tenía que hacer mientras pasaba el tiempo y esperaba. Imaginar, también, de manera inevitable, lo que estarían haciendo, o repitiendo, y en qué lugar, de qué manera, cuántas veces; suposiciones asistidas o espoleadas por el recuerdo de aquella revista que había descubierto un día entre los libros de su hermano, la revista que había hojeado una y otra vez, y que dejaba siempre en su sitio, hasta que un día desapareció. Su hermano sería capaz, al chico no le cabía duda, pero Diana… ¿También Diana era capaz de todo eso? 

SACRIFICIO
ALBERTO R. TORICES
Gadir Editorial
Madrid 2015
IV Premio de Novela Corta "Fundación Monteleón" 

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